Conforme se estudia la historia de la ciencia, no resulta ajena para la
humanidad aquella necesidad de estudiar los fenómenos y leyes que rigen al
mundo, así como el poder cuantificar las magnitudes físicas con el fin de
aplicar sus conocimientos en el desarrollo de estrategias y tecnologías que
faciliten realizar trabajos.
Resulta lógico el costo de múltiples estudios y ensayos a
lo largo de los siglos para poder llegar al concepto actual de la temperatura, en
un inicio, individuos primitivos notaron su existencia mediante los sentidos,
al percibir zonas más cálidas donde vivir, alejándose de las más gélidas, así
como sufriendo quemaduras y desarrollando métodos de cocción de alimentos al
usar el fuego; sin embargo, hasta el siglo XVI el análisis de temperatura se
centró en saber qué objeto estaba más “frío o caliente” que otro.
Fue en 1592 que Galileo Galilei desarrolló un dispositivo
capaz de detectar cambios de temperatura, a través de un bulbo de vidrio
abierto a la atmósfera mediante un tubo delgado, sumergido en agua; no
obstante, variaciones de presión en la atmósfera provocaban variaciones, y el
objeto resultó obsoleto [2].
Con el desarrollo de las investigaciones, varios personajes
pudieron elaborar nuevos termómetros, Santorio Santorio creó el primero
mediante el sellado de un líquido en un tubo de vidrio, y el duque de Toscana
creó el primer termómetro de bulbo de alcohol con capilar sellado; pero el descubrimiento
de una escala de medida era vital para darles una verdadera utilidad [2].
Por otro lado, el concepto de temperatura fue utilizado por
primera vez a mediados del siglo XVII, por Robert Boyle, mediante el
establecimiento de su ley con relación a los gases: “En los gases encerrados a
una temperatura constante, el producto de su volumen y la presión a la que son
sometidos por éste es constante.” [2].
Con el desarrollo de sus investigaciones y su conocimiento
en la creación de instrumento (creó él el primer termómetro de mercurio), el
físico holandés Gabriel Daniel Fahrenheit, estableció la escala Fahrenheit en
1724, basándose en el punto de congelamiento y ebullición del agua pura (32°F y 212°F respectivamente).” [2].
Posteriormente, en 1742, el astrónomo sueco Anders Celsius,
se basó en el mismo fenómeno que Fahrenheit para crear la escala Celsius; sin embargo,
estableció cien divisiones iguales entre la temperatura de congelación y la de
ebullición del agua (0°C y 100°C respectivamente) [2].
Sería casi un siglo después, en 1848 que, en búsqueda de
un punto fijo en el final de una escala, el físico británico William Thomson
Kelvin prolongó la escala Celsius hasta el cero absoluto: 0°K (equivalente a -273,15°C),
valor teórico donde las partículas subatómicas perderían toda su energía, con
ello, se creó la escala de Kelvin [2].
Finalmente,
en 1859, el ingeniero escocés William John MacQuorn Rankine, propuso una escala
de temperatura absoluta en función a los grados Celsius. Está relacionada con los
grados Fahrenheit, basta con sumar 459,67 a un valor en grados Fahrenheit para
obtener su valor en grados Rankine, por lo que el cero absoluto en esta escala
es de -459,67 °F [2].
Como
se ha mencionado implícitamente, los termómetros basan su funcionamiento en la
ley cero de la termodinámica (que habrá de explicarse más adelante), el
científico escocés James Clerk Maxwell ya le había enunciado, y fue hasta 1931
que el físico británico Ralph H. Fowler la formuló de manera oficial, diciendo que
“Dos sistemas en equilibrio térmico con un tercero, están en equilibrio entre sí.”
[2].
Así,
en 1967, el punto triple del agua fue adoptado como el único punto fijo para la
definición de la escala absoluta de temperaturas, quedando el nivel cero a 273,15°C
menos que el punto triple (0°K).
Con
las últimas décadas, la explosión del desarrollo tecnológico necesitaba ir de
la mano con un mejor monitoreo de temperatura en todas las áreas de avance, y
con ello, la producción de nuevos instrumentos que otorgaran mejores resultados
con un menor rango de error, mismos que habrán de explicarse en esta
investigación.
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